Profª Drª Myriam Herrera Moreno
Universidad de Sevilla
Delegación de Alumnos me honra excesivamente, al tiempo que me abruma, al endosarme a mí un asunto semejante, en una Facultad como la nuestra, que rezuma cultura por cada uno de sus poros centenarios. Solo identificar la cultura es ya todo un endriago, apostado a la misma puerta del infierno al que soy invitada con tan cariñoso desenfado. Y no es que la Filosofía del conocimiento no brinde un torrencial repertorio de definiciones. Ninguna, sin embargo, pone en valor con la solemnidad que el tema demanda, la dimensión inconmensurable de lo que se discute. Fijémosla, primero. Milton en su Paraíso perdido sitúa al Árbol de la vida junto al Árbol del saber. Y ocurre con los árboles vecinos y centenarios que suelen compartir su savia vital, al crecer con sus raíces enlazadas. Por eso, la tremenda fórmula hermética que define lo natural, sirve igualmente para la cultura: una esfera infinita con centro en todas partes y circunferencia en ninguna.
La carne es débil, los suplementos culturales, accesibles. Confieso que busqué en ellos mi imposible guión, contando siempre con las palabras de O. Wilde en “El poeta como crítico”: el incesante abordaje periodístico de lo innecesario nos hace comprender qué aspectos son requisitos de cultura y cuáles no lo son. Los suplementos no ayudaron, y no era que Wilde me fallara, sino que mi ponencia, a diferencia de otras de este ciclo, no debía ceñirse a aspectos de cultura -literarios, filosóficos, históricos, pedagógicossino a esa dantesca cultura, informe, inabarcable, devanadora de sesos.