ALFONSO CASTRO
Pensamos con frecuencia que hay personas que necesitan limitarse, que deben conocer sus límites, pero sobre todo los límites, pues puede que los suyos no sean suficientes. Ocurre igual con los pueblos. En el nacimiento y desarrollo, en el caldo del Mediterráneo, de la idea de democracia como forma de gobierno popular, opuesta a las teocracias orientales, donde no existían ciudadanos sino súbditos, brillan dos opciones distintas: la demokratía griega y la respublica romana. La primera, que ha mantenido a lo largo de los siglos su aura magnética, ahormada a la fulgurante creación artística y filosófica de los griegos durante su deslumbrante historia, no desarrolló una ciencia jurídica ni conoció –quizás por eso- la idea de limitación. En virtud del concepto griego de libertad (eleuthería) la voluntad del pueblo se situaba por encima de las normas (nomoi) que se había dado, siempre y en cada momento, dejando al individuo a merced del cuerpo colectivo, como ya supo esenciar paradigmáticamente Jacob Burckhardt. En esa visión descansa, funestos episodios al margen (como la muerte de Sócrates), el breve tránsito por la historia de la emocionante experiencia democrática griega y su temprano derrumbe frente a formas diversas de tiranía. La cultura romana, menos brillante en tantos campos, creó en cambio una ciencia jurídica (iurisprudentia) que supo identificar la juridicidad de los problemas humanos y estableció la idea de la limitación por el derecho o ius (ley o lex, en sentido amplio) como garante de una convivencia entendida no como una suma de vivencias individuales que pugnan y se imponen o quiebran en una asamblea perpetua y desordenada, sino como la existencia en común con el otro sometida a las reglas dadas por todos. Eso permitió, más que sus legiones, que Roma y su Estado se extendiesen fuera de sus límites durante siglos y que su derecho siga sustentando el nuestro, mucho más que como impregnación. Frente al “populismo” del sistema ateniense, renuente a cualquier tipo de control normativo sobre la voluntad de la asamblea de ciudadanos, que identificaba como ley todo lo que la multitud decidiera desde la iniciativa individual, tan bien historiado por Biscardi, Roma desarrolló un modelo de cauces normativizados, de límites, por los que había de discurrir la voluntad comunitaria, que ha sido el heredado por Occidente. En democracia, desde entonces, el cómo es más importante aún que el qué y más importante resulta cuanto más profunda es la experiencia democrática (y nunca lo ha sido tanto cuantitativa y cualitativamente como ahora, cuando no se excluye de su ejercicio a las mujeres y no existe la esclavitud). Sin cauces, sin límites legítimos, en nuestra cultura jurídico-política no hay sendas dignas ni viables. No hay recorrido.
Esa diferencia entre ambos modelos (Grecia produjo Aristóteles, pero ningún Labeón), que ha sido entre otros analizada por Giovanni Sartori y en España por Alejandrino Fernández Barreiro, ambos ya fallecidos, y estas reflexiones mías al respecto vienen al caso ante la situación de Cataluña, pero también ante la visión que ha calado en tantos españoles, sobre todo jóvenes, conquistados por la música de la cultura del asamblearismo –griego o no– como sinónimo de democracia, alentada por una crisis moral, económica y política que ha hecho fracturar el llamado “régimen del 78” y cuestionar los mimbres de nuestra vida en común. Se ha llegado a hablar -con razones a tener en cuenta- de ruptura del pacto constitucional, de quiebra de la Constitución material del país o de deslegitimación de las instituciones nacionales por la mezcla espuria de sus intereses. Pero, pese al deterioro y la corrupción (que es un mal tan catalán como andaluz, tan español como universal), las razones no dan la razón. No toda, ni con frecuencia substancialmente. Ante el problema catalán (el gran problema español hoy día, en un hoy que ha sido recurrente también en el ayer), ontológicamente solo hay tres opciones. Vencer, convencer o dejarlos ir. El Gobierno no ha hecho, en meses y aun años, ninguna de las tres. Una porque no se debe; las otras dos porque no se sabe o no se quiere. El Govern y en general el separatismo (que no cabe identificar del todo con el independentismo) ha apostado en cambio por las tres a la vez. Se habla, ante la crisis, de que es la hora de la política. Y lo es. Pero fuera de la ley, o contra ella (suele ser lo mismo), no hay política digna del término. Es la ley la que ampara al ciudadano frente al Estado y al individuo frente a la masa. Las declaraciones de quienes llaman a puentear las leyes, sobre todo en algunos de nuestros irresponsables políticos, en Barcelona, Madrid o Andalucía, provocan bochorno. La ley cuenta con sus propios mecanismos de cambio y si no puede identificarse la democracia con la asamblea mucho menos con la turba. (Votemos cuando queramos sobre si respetamos o no los límites de velocidad o el semáforo en rojo, ese franquista, o si escupimos a las ancianas o los niños por la calle. O como aquella inolvidable viñeta de The New Yorker, hace ahora casi un año, en que los pasajeros del avión, en pleno vuelo, imbuidos hasta el tuétano de “democracia”, se disponen a votar si dejan pilotar al piloto o lo hace uno de ellos). Las reglas, en democracia, lo son (casi) todo. Sobre esta enseñanza de la cultura jurídica romana se ha edificado Europa. Su asiento en la voluntad popular las legitima y sirven para encauzar esta. Ida y vuelta. No hablamos solo de una expresión hecha, desprovista de significado real. Un Estado de derecho no es nada sin derecho: una obviedad que conviene recordar en tiempos de confusión, de olvidos interesados, de depauperación de los conceptos que degradan los términos. Hay en la España no catalana por lo demás amplios sectores de la sociedad, la cultura e incluso la clase política (no digamos en la izquierda) sensibles y atentos porosamente a las posiciones del más sensato catalanismo, sea este independentista o no. También a hallar una fórmula dentro de la ley que permita la expresión de la voluntad popular en este concreto tema, que es hoy por desgracia casi el único tema de España. Árbol que esconde el bosque de nuestros demás problemas. La energía que perdemos aquí sería crucial vertida en otras cosas y la torsión espiritual a que se somete al cuerpo nacional con este pulso recurrente resulta encajable para el Estado pero insoportable para la gente. Parece volver uno al hálito de una crónica para La Nación de Rubén Darío, hace más de cien años. España contemporánea, sí. Es difícil que el Estado pueda abortar permanentemente la posibilidad de los catalanes a expresarse sobre su encaje en España (o lo que es lo mismo: sobre España) si es lo que siguen deseando mayoritariamente, pero deberían recordar los gobernantes catalanes y sus sustentos ideológicos que tampoco ellos pueden negársela al conjunto de los españoles. Exigir en aras de la democracia lo que a otros se niega no puede sustentarse democráticamente ni siquiera a la griega. (¡Y exactamente sobre el mismo tema!). ¿Metecos en nuestra tierra? De ser necesario, ¿por qué no ha de poder votar un andaluz como yo sobre el destino de su país, que es España? Mi posición no es menos ni más legítima o escuchable que la de un compatriota del Ampurdán.
Por supuesto, si llega el momento (que en cierto modo se ha alejado y no acercado con el abismo de estos días), habrá de hacerse con garantías legales, en el ámbito de una reforma constitucional y después de haber restablecido la legalidad de modo indubitable. Nada que tenga que ver con este golpe televisado a la legalidad española y catalana, esta llamada a la selva o la épica envuelta en papeletas prefabricadas, sentimientos inflamados y urnas de cartón, esta historia de deslealtades, incomprensiones mutuas, victimismos, tergiversaciones e irresponsabilidades múltiples, sobre todo entre los gobernantes, ante las que el Estado y la democracia constitucional pueden equivocarse (lo están haciendo), pero no ceder. Un todo que no sabe unir a sus partes merece romperse en términos históricos, pero un país que no sabe defenderse simplemente está abocado a desaparecer.
Alfonso Castro es Catedrático de Derecho romano de la Universidad de Sevilla
Nota bibliográfica: Este artículo apareció en España, sin el apéndice de esta nota bibliográfica, en El Español, miércoles 11-X-2017, al día siguiente de la sesión celebrada en el Parlamento de Cataluña de 10 de enero con la declaración del President Puigdemont sobre la (¿no?) independencia de Cataluña (y la suspensión de sus efectos). Sobre el concepto griego de libertad (eleuthería) agarrado al de igualdad, que situaba la voluntad del pueblo por encima de las normas o nomoi y abandonaba al individuo a merced del cuerpo colectivo reunido en asamblea recurrente, vid. por todos J. Burckhardt, Historia de la cultura griega, 1 (Madrid, RBA, 2005, trad. E. Imaz), pp. 233 y ss., 269 y ss., y de modo particular 237-238, 245-246, 249 y ss., 252-254, 257-263, 267, 273-274, 279, 283, obra póstuma en la que el autor trabajó al menos desde 1869, que recoge lecciones impartidas entre 1872 y 1885 y que no apareció completa hasta inicios del siglo XX: Griechische Kulturgeschichte (Berlin – Stuttgart, Spemann, 1898-1902). Baste cfr. sobre estos males del asamblearismo griego, particularmente graves en el ámbito penal, en el siglo IV a. C., lo expuesto por Aristóteles, Pol., IV, 5; V, 4 y 7; VI, 1, 3 y 7; Platón, De leg., III, p. 701 los había esenciado ya al denunciar que, en tal contexto degenerado, todos creen entender de todo. Puede consultarse sobre algunas especificidades aquí aludidas del modelo jurídico griego, por todos, A. Biscardi, Diritto greco antico (Milano, Giuffré, 1982), x + 409 págs., especialmente pp. 13 y ss., 72-73, 240 y ss. Sobre el nacimiento de una ciencia del derecho en Roma y no en Grecia remito a mi Un pasado de Europa. Elementos para la historia de la ciencia jurídica europea: de Roma a nuestros días, 1. Roma (Sevilla, El Giraldillo, 2010 [2009]), 2ª ed., pp. 37 y ss., 44 y ss. El primer libro del Digesto justinianeo (533), en su título inicial (De iustitia et iure), recoge los principios fundamentales del modelo jurídico romano, asentado en los caldos de una ciencia jurídica y de unos límites legales sobre el principio de autoridad: baste cfr. al jurista Papiniano, del siglo III, en 2 def., D. 1, 1, 7 pr. al definir ius civile como el sustentado por la ley en sus formas diversas y la iurisprudentia y en D. 1, 1, 7, 1 al ius praetorium como el introducido por los pretores adiuvandi vel supplendi vel corrigendi iuris civilis gratia propter utilitatem publicam. Gayo se pronuncia en la Instituta, única obra jurisprudencial romana clásica (siglo II) que nos ha llegado prácticamente intacta, en similares términos: cfr. Gai. 1, 2-7. Es fundamental, sobre la idea de limitación, desconocida por los griegos, G. Sartori, Teoría de la democracia, 2. Los problemas clásicos (Madrid, Alianza Universidad, 1988, trad. S. Sánchez González), pp. 343 y ss., 357 y ss., pero sobre todo 367, 378; en España, y desde dentro de la doctrina romanística, vid. desde luego A. Fernández Barreiro, El factor jurisprudencial como elemento de identidad de la cultura jurídica europea. Proyección histórica de la herencia jurídico-cultural romana (Granada, Comares, 1998), pp. 8, 13 y ss., especialmente 16-20, que me sirve como punto de partida, con aporte de bibliografía selecta, sabiamente interiorizada, de la que puede partirse, previamente publicado como estudio en SDHI, 61 (Roma, 1995), p. 657 y ss. El cartoon a que se alude en el texto puede hallarse en The New Yorker, december 27 (2016). La crónica de Rubén Darío a que me refiero es la publicada en La Nación de Buenos Aires el 30 de enero de 1899, firmada por el autor el 4 de enero: cfr. En Barcelona, en La España contemporánea (México, Editorial Flores, 2016, ed. N. Rivas Bravo), con pórtico de E. Poniatowska y nota previa de M. Polaino Orts, pp. 85-93. La primera edición de esta obra emblemática en prosa de Rubén Darío tuvo lugar en París en 1901 a cargo de Garnier Hermanos Libreros-Editores, que la reeditó en 1907 y 1917 (¿o 1914?), plagadas todas de erratas.