Miguel Polaino-Orts
Ernesto Cardenal, en su casa de Managua, en agosto de 2019.
Cuarenta y un días después de cumplir 95 años ha fallecido en Managua Ernesto Cardenal, sacerdote, poeta, teólogo, revolucionario, escultor: un artista polifacético que fue moldeando su acusada personalidad en una pluralidad de facetas a las que imprimió una huella intelectual e inconfundible. Los muy diversos ámbitos en los que desplegó su talento se apreciaban incluso dentro de una misma actividad. Como literato, sin ir más lejos, fue muchos poetas en un mismo poeta y en todos ellos manifestó autenticidad, personalismo y originalidad. Mostró siempre una curiosidad impenitente y esa curiosidad intelectual le fue confiriendo un poso de preparación humanística que sirvió como firme sedimento de su creación poética. Desde sus orígenes en los aledaños de lo folclórico y popular (hemos conversado con Luz Marina Acosta y con Jorge Eduardo Arellano sobre si la obra apócrifa Selección de famosos boleros firmada por un Ernesto Cardenal en la Argentina, en 1948, pertenece a nuestro teólogo y poeta o a un tanguero argentino homónimo y desconocido) evolucionó a un romanticismo humano y carnal, y de una religiosidad cristiana y utópica pasó a un universalismo cósmico y totalizador. Transitó del individuo a la sociedad y de ésta al cosmos infinito.
Sorprende a priori los variados y aparentemente contradictorios registros en que se manifiesta fenomenológicamente su concepción poética. Varias son las etapas por las que atraviesa el homo viator (de México a Nueva York, de Antioquia a Granada, de Madrid a Solentiname) que, en definitiva, es el poeta. Sus epigramas (como el célebre “Al perderte yo a ti…”) no se ocupan (exclusivamente) de lo lúdico o lo satírico sino que abordan el tema eterno del amor, y lo hacen, además, desde la óptica más humana y carnal del hombre mundano de a pie ante la desazón de sus devaneos sentimentales. En sus Salmos expresa un mensaje evangélico no exento de compromiso y de protesta. Su “Oración por Marilyn Monroe” no se pierde en el cielo de los conceptos teológicos sino que se muestra salvífica para socorrer a la desdichada empleadita que, como toda empleadita de tienda, soñó con ser estrella de cine, y -que luego de lograrlo- murió trágicamente en flor. En su época de poesía nacionalista expresa su compromiso social y la búsqueda de las raíces y la herencia indigenista. Una escisión con todo lo anterior le lleva a la ruptura y a la crisis de los valores aunque sin dejar de ser cristiano. Y, finalmente, lanzado ya al vacío de la inmensidad, se entrega al misticismo total, a la búsqueda última del encuentro con Dios en la distancia infinita y cosmogónica de la vida y la muerte. (Él mismo -poeta de la experiencia mística- escribía de lo que sabía: el 14 de febrero de 2019, un año antes de su verdadera partida a la Casa del Padre, dicen que tocó la muerte con los dedos, y hasta le encargaron su féretro, pero el poeta renació una madrugada, incorporándose en el lecho y pidiendo, con su voz alta y clara aun en la vejez, nacatamales y huevos con chorizo de desayuno). Ernesto Cardenal evolucionó del hombre universal al universo del hombre, sin forzamiento, con una naturalidad de pecador mortal, humilde y errante.
Durante años fue la cara del sandinismo, una estampa icónica de la rebeldía contra la jerarquía eclesiástica desde la Teología de la liberación. Pero esa imagen del padre Cardenal, ministro de Dios y ministro de cultura en el gobierno sandinista, quitándose la boina y adoptando posición de genuflexión ante el Papa Juan Pablo II, daría la vuelta al mundo convirtiendo en cotidiano y familiar el rostro del poeta coronado por su melena blanca sobre la guayabera clara. Pero pienso que ese pasaje de su vida acaso haya eclipsado y desplazado su labor poética y memorialística, tan sugerente como estimable.
Creo que pueden señalarse dos rasgos definidores de la poesía de Cardenal: el exteriorismo, esa concepción de que cualquier instante de la vida es materia poética o poetizable, pues, como decía el poeta José Hierro, “poesía hay lo mismo en Dios que en un vaso roto”, y -al fin y al cabo- poetizar es transitar el camino y describir con palabras poéticas lo mismo el misterio que el pecado; y una inusual capacidad intertextual que le lleva a manufacturar poemas impregnados de una alta cultura histórica, humanística, filosófica, mitológica y literaria, reminiscencia, sin duda, de sus traducciones o, quizá mejor, de sus versiones libres y personalísimas de Marcial y de Catulo, que -al decir de Ernesto Mejía Sánchez- se insertan “en la línea más alegre, agreste, incisiva e irónica del Catulo español de nuestro tiempo”.
Visité al poeta, con Ada Silva y con Noel Rivas, en su casa de Managua en agosto de 2019, de la mano de Luz Marina Acosta, su biógrafa, su asistente, su ángel de la guarda. Oyéndolo discurrir, con ojos escrutadores, alerta y lucidísimo, difícilmente podría pensarse que su muerte le aguardaba al cabo de la esquina, en la última vuelta del recodo de la vida. Yo había viajado de México a Nicaragua y traía el libro recién publicado por el Fondo de Cultura, Canto a México. Me preguntó por España y por México, por los poetas anteriores y por los actuales, por la política y el nacionalismo, y me contó -sin nostalgia, con afecto, sin aspavientos- de su amistad con Alberti, el poeta andaluz a quien le asemejaba su compromiso político y social y su larga melena blanca. Su curiosidad intelectual por la gente y por el mundo se mantenía intacta a pesar de sus noventa y tantos juveniles años, invisibles en su cara tersa de eterno adolescente encendido, y se me aparecía como el poeta del optimismo, de la esperanza, de la perfección, del universo.
Le sorprendí en su habitación corrigiendo, con su pulcra letra redonda de colegial bueno, su último poema, Con la puerta cerrada, pero a pesar de lo testamentario del tema no había en él añoranza, tristeza ni melancolía sino esperanza, serenidad, expectación. Le entregué, como obsequio, un ejemplar de la última obra (El amante polaco, libro I) de Elena Poniatowska, que le había firmado el día antes en Ciudad de México, y una colección de los Breviarios Hispalenses, unos libritos literarios de formato pequeño y portada colorida, financiados por la Facultad de Derecho de Sevilla y editados en México, con los que reparamos simbólicamente el exilio irreparable y reivindicamos el origen humanista del Derecho. Le agradó mucho la colección (uno de ellos, de su amigo de toda la vida, Sergio Ramírez) y aun me ofreció publicar un Breviario con sus cuatro poemas postreros, cuatro visiones humanas del poeta cósmico.
Forjó su personalidad poética en México, su vocación filosófica y religiosa de monje trapense en Getsemaní (Kentucky), a la vera de Thomas Merton, y en Antioquia, su carácter revolucionario y utópico en su tierra nicaragüense, su grandeza artística y asistencial en el archipiélago de Solentiname, su “ciudad del paraíso”, la comunidad entre mítica y realista del realismo mágico y del primitivismo artístico. Cardenal hizo de Solentiname un lugar mítico, un templo de la búsqueda de la verdad y la belleza, un destino tan verdadero como mitológico, como lo fueron Macondo para García Márquez, Comala para Rulfo o La Mancha para Don Quijote. Sus últimos meses, iluminado por una lucidez plena, alumbró sus poemas postreros y alcanzó a ver nacer su Poesía completa, un amplio volumen de más de mil doscientas páginas publicado por la editorial Trotta en edición de la profesora y poeta salmantina María Ángeles Pérez López. En su casa de Managua, en la despedida, besé su mano con mucho cuidado para que no se rompiera y él me respondió con un abrazo enérgico como de amigo de toda la vida. En la puerta me giré, para el saludo último, y él dijo: “soy un perseguido político pero la presencia de ustedes me da libertad”. Y ahora recreo esa estampa imaginándome el balcón abierto de Lorca (“Si muero, / dejad el balcón abierto”) y al poeta cósmico y universal Ernesto Cardenal caminando, con parsimonia y firmeza, sereno y seguro, hacia la hora 0.