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Presencia de Ramón Xirau (y la muchacha de amarillo)

Dr. Miguel Polaino-Orts

Universidad de Sevilla

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El correo trae a veces malas -malísimas- noticias. La de hoy, 27 de julio de 2017, me ha herido hondamente. La muerte anoche en su casa de la Ciudad de México de Ramón Xirau -poeta, filósofo, académico, escritor-, una de las últimas voces del exilio español en México. A este país llegó, con su familia, en marzo de 1939 luego de un azaroso periplo internacional, iniciado un par de años antes, a su salida de su Barcelona natal. Nacido el 20 de enero de 1924, Ramón Xirau fue hijo único de Pilar Subías y del filósofo, pedagogo y escritor Joaquín Xirau Palau (Figueras, Gerona, 1895 – Ciudad de México, 1946), Catedrático de Filosofía en la Universidad Central de Barcelona, de cuya Facultad de Filosofía y Letras llegaría a ser Decano. Joaquín Xirau destacó como estudioso del pensamiento de Descartes, Leibniz, Rousseau, Bergson, Husserl y de pensadores hispánicos como Raimundo Lulio, Vives o Manuel Bartolomé Cossío. Influido por la fenomenología, por Max Scheler y, en España, por Ortega y Gasset y por García Morente, tradujo a Russell y Jaeger, y configuró un sistema filosófico de corte ontologicista y axiológico. En su obra prestó particular atención a los aspectos pedagógicos, siguiendo la senda de los institucionistas de Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, que tanto había de influir en los pensadores del momento. Al igual que los institucionistas, Joaquín Xirau consideró la educación como “obra de amor”: “Educar es abrir el camino para que seamos amorosamente libres”.

 

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De izquierda a derecha, Ana María Icaza de Xirau, Miguel Polaino-Orts, Raúl García Víquez, Verónica Volkow (que sostiene en sus manos un retrato de la madre de Ana María) y Ramón Xirau

 

 

 

Durante la guerra civil española (1936-1939), y a la vista de los dramáticos derroteros del conflicto bélico, decidió enviar a su hijo Ramón, entonces adolescente, a estudiar al extranjero: primero a París, donde aprende la lengua gala y cursa estudios en el Liceo Michel Montaigne (1937-38) y, luego a Marsella, donde se matricula en el Liceo Perier (1938-39) y reside en un departamento “con gran cantidad de libros y una ventana por donde podía ver el mar”. Quizá de ahí venía su vocación marinera que alentaría durante toda su vida.

 

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Ramón Xirau y Miguel Polaino-Orts, autor de este artículo

A la vista del empeoramiento progresivo de la situación, Joaquín Xirau se ve obligado a abandonar él mismo su cátedra y su país y exiliarse con su esposa al extranjero, a fines de enero de 1939, días antes de la ocupación de Barcelona por el ejército nacional. En una ambulancia proporcionada por José Puche Álvarez, Director General de Sanidad, salen de la capital catalana camino de la frontera francesa, en una expedición integrada también por el poeta y profesor sevillano Antonio Machado y por su madre octogenaria Doña Ana Ruiz, entre otras personas. La expedición pernocta por última vez en España, en Viladesens, la madrugada del 26 al 27 de enero de 1939. Ya no volverían a España jamás. La tragedia del exilio comenzaba recién. Para algunos fue efímera, para todos dramática. Antonio Machado moriría casi inmediatamente, en el puerto de Collioure, pocos kilómetros después de cruzar la frontera, el 22 de febrero de 1939, después de una agonía rápida, triste y dolorosa. Dos días después, allí mismo, fallecería su madre, que había agonizado, junto a su hijo, en la cama de al lado[1]. Tras cruzar la frontera, Joaquín Xirau y su esposa logran enviar un aviso a su hijo Ramón para que abandone Marsella y se traslade a París, donde habrían de encontrarse. Ramón tenía 15 años. Su padre, 44. El exilio -la marcha para siempre, la ida sin retorno- había comenzado. Joaquín y Pilar no volverían a España. Ramón, sólo de visita, al cabo de muchas décadas. Era el primer día del resto de sus vidas.

 

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Xirau, firmando un libro. Al fondo, una fotografía de Joaquín Xirau Icaza

Desde el puerto de Cherburgo la familia Xirau se embarca a Nueva York, travesía en barco de varios días de duración, que Ramón, amante del mar y marino de vocación, disfruta especialmente (“De no haber sido filósofo, habría sido marino”, dirá tiempo después). De ahí, por tierra, en autobús, viajan a México. México: destino final, como el de tantos exiliados españoles, toda una generación de brillantes intelectuales, escritores, profesores, científicos, filósofos, poetas, que se vieron favorecidos por la generosa decisión personal del General Lázaro Cárdenas de recibirlos en tierra mexicana y de brindarles hospitalidad y trabajo[2]. Sus nombres ilustran toda una generación de oro en el Siglo XX: María Zambrano, José Gaos, León Felipe, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y su esposa Concha Méndez, Max Aub, Pedro Garfias, José Bergamín, Juan José Domenchina, más tarde Luis Cernuda… Los Xirau llegan a México ya en marzo de 1939. En Europa se declaraba la Guerra Mundial y ellos comenzaban de cero en el país azteca, país en el que Joaquín Xirau -citaba Ramón- “no quería vivir entre paréntesis”. Llegaban para quedarse. Y se quedaron. Y más que eso: en México -decía Joaquín Xirau por boca de su hijo Ramón- “había descubierto a España”. Y añadía: “otra España, en efecto: la de los humanistas, la de Vives, la de Sahagún, Las Casas, Vasco de Quiroga. En todos ellos hay algo de común y de valor especialmente importante en nuestros días de desvalor, el «orden del amor»”. En el país azteca se instalan en una pequeña morada en la Colonia San Rafael, en la intersección de las calles Gómez Farías y Sadi Carnot, desde donde el padre primero (y el joven Ramón, después) caminarían a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el viejo edificio de Mascarones, sito en la esquina de Naranjo y Ribera de San Cosme. En esa Facultad profesaría Joaquín Xirau hasta su muerte. Ramón, adolescente aun, proseguiría los estudios interrumpidos en Francia en el Liceo Franco-Mexicano para, posteriormente, cursar la carrera de Filosofía, entre 1942 y 1946, en la misma Facultad donde profesaba su padre y “donde -reconocía- aprendí no poco de don Antonio Caso, José Gaos, García Bacca, Samuel Ramos, García Máynez y, claro, Joaquín Xirau”. Siendo estudiante conoce a una joven alumna de Don Joaquín, una chica de inquietudes artísticas y literarias perteneciente a una conocida familia de intelectuales y poetas. Ella se había fijado en él: “Iba -contaba- siempre muy rápido y mirando para adelante. Pregunté: ¿Quién es? Me respondieron: ni te fijes. Es Ramón Xirau, hijo de Don Joaquín. Sólo le interesan los libros”. O le interesaban, hasta ese momento. Porque a él, a Ramón, también le interesó ella. La vio, desde el piso de arriba, en el patio, hablando con su padre. Iba vestida de amarillo. Esa imagen le deslumbró. Le preguntó a su padre por ella, quien le dio detalles: “Es Ana María Icaza, pintora. Pinta muy bien”. Al día siguiente el joven a quien solo le interesaban los libros se dirigió a la muchacha de amarillo: “Te veo muy bronceada. ¿Vienes de Acapulco?” y al otro día: “¿Vas a la conferencia de Don Alfonso Reyes? Resérvame un sitio a tu lado”. Y la muchacha de amarillo le reservó un sitio, a su lado, para toda la vida. Siendo estudiantes aún se encontraban para pasear y él no paraba de contarles cosas de Europa y de la Guerra. Hablaban y hablaban, en persona y por teléfono. Cuenta Ana María: “Me llamaba a todas horas”. Y añade Ramón: “Mi padre se debió gastar un dineral en facturas de teléfono”. Poco después, la desgracia familiar sacude a la familia. Don Joaquín, el padre de Ramón, el profesor querido de Ana María, fallece en un accidente de tráfico delante de la UNAM. Era el 10 de abril de 1946. Tenía 51 años. Se dio la circunstancia de que la Revista de la Facultad publicó una nota necrológica de Antonio Caso, que fue Rector de la Casa, escrita por Joaquín Xirau y líneas más atrás una nota daba cuenta de la muerte trágica e inesperada del propio Xirau. Don Joaquín murió sin tener la alegría de ver a su hijo Ramón como Licenciado en Filosofía y Letras. Lo sería pocos meses después, en el mismo 1946. Desde el año siguiente, Ramón imparte clases como Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Según su hijo, Joaquín Xirau fue un “maestro de entusiasmo y de rigor” y lo recuerda -“vital” y “vitalista”- “siempre entregado a los demás” y consagrando su vida a la Filosofía y a la pedagogía. A los mismos afanes la dedicaría Ramón, añadiendo además una tercera arista: la poesía.

 

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Dedicatoria autógrafa de Ramón Xirau a su esposa Ana María, la “muchacha de amarillo”

En México desarrollaría Ramón, junto a Ana María, toda su carrera académica y profesional. Desde 1947, como he dicho, profesaría en la Facultad a la que su padre había dedicado sus últimos desvelos como Catedrático y como investigador. Luego, andando el tiempo, desde 1973, sería investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la misma Universidad. En ella cursaría la maestría y en ella también obtendría el Doctorado. La UNAM fue el Alma Mater del Maestro Xirau, dejando en esas aulas un recuerdo imborrable. Fugaces pero significativas fueron las incursiones académicas en otras Universidades: amplió estudios de especialización en La Sorbona, de París, y en Cambridge; entre 1963 y 1966 impartió cursos en la Universidad de Oxford, en 1966 en Bolonia, en 1974 en Yale y Columbia, Nueva York, y -ya en los 80- en la Fundación Les Treilles de la Provenza (1985), en un regreso sentimental a donde había vivido su adolescencia alejándose del conflicto bélico español. Mucho tiempo después, ya sexagenario, volvería a su Barcelona natal y lo haría,además, por la puerta grande, por causa de honor: la Universidad Autónoma de Barcelona le concedería, al filo de los 60 años, el Doctorado honoris causa y, meses después, le cursa invitación para la impartición de un curso de Filosofía, en 1985; años después, 1989 y 1990, sería la Universidad Central de Barcelona (el Alma Mater de su padre) quien le cursaría invitación académica: regresa así, en un viaje hasta sus orígenes, a la ciudad donde había nacido y a la Universidad donde profesó su padre hasta el comienzo de la guerra, medio siglo antes. En 1991 regresaría Ramón Xirau a Barcelona invitado por el Institut d´Estudis de Catalans.

 

En México desarrollaría no sólo la vida académica y profesional, sino también la personal. En 1949, tres años después de la muerte de su padre, contrae matrimonio con Ana María Icaza, la muchacha de amarillo. En 1950 nace el único hijo de la pareja: Joaquín Xirau Icaza, que con el tiempo se convertiría en un economista valioso y en un poeta prometedor. Ampliando estudios en los EEUU, Joaquín hijo fallecería trágicamente en Boston, en 1976, a los 26 años, justo treinta años después de la muerte de su abuelo homónimo. (Hay, por cierto, quien quiso encontrar una explicación psicológica a la muerte trágica del joven Xirau: los efectos devastadores del exilio y el desarraigo se manifiestan recién en la tercera generación). A su muerte ya había publicado, en coautoría, un interesante texto de su especialidad económica[3] y luego de ella su padre ordenaría la obra poética de su hijo que aparecería en una tirada numerada de mil ejemplares, bajo el sello editorial de Mortiz, en el mismo 1976, con presentación de Octavio Paz, íntimo de los Xirau, con el título -sencillo y sereno- de Poemas de Joaquín Xirau Icaza[4]. Mucho tiempo después, en 2013, en el declinar de su vida, Ana María y Ramón quisieron perpetuar la memoria de su hijo instaurando dos Premios con su nombre, uno en Poesía y el otro en Economía, para el que cedieron generosamente su patrimonio y legado, que sería administrado por El Colegio de México, entidad tan ligada al propio Ramón Xirau. Hasta ahora un puñado de jóvenes talentos han sido galardonados, en sendas categoría, con el Premio Joaquín Xirau Icaza.

 

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Dedicatoria autógrafa de Octavio Paz a Ramón Xirau

La ausencia de su padre, primero, y de su hijo, después, afecta profundamente al matrimonio Xirau y les hace acentuar el sentido de la amistad con un puñado de amigos verdaderos: Alfonso Reyes, Octavio Paz, Alí Chumacero, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes… Frente a la ausencia (de su padre, de su hijo), la presencia (de los amigos): la presencia como antídoto frente a la soledad. “Estar más en la presencia que en la soledad”, escribió Ramón Xirau. De hecho, el concepto de presencia es, junto al silencio y al tiempo vivido, fundamental en la obra y en el pensamiento de Xirau. Su nominación ya aparece en el título de uno de sus primeros libros, Sentido de la presencia, de 1953[5], y De la presencia se llamará, al cabo de los años idos, su Discurso de ingreso en la Academia mexicana de la lengua, de 1994[6]. En su contestación al discurso académico afirmaba Alí Chumacero que “animado por su seguridad en lo trascendente, Xirau canta lo que desde un principio ha denominado el «sentido de la presencia», aquello que torna al hombre en algo más que su paso por el tiempo: «En la presencia, que es navegación hacia lo eterno»”.

 

En la selecta bibliografía de Ramón Xirau, y a lo largo de medio siglo de intensa producción intelectual, sobresalen medio centenar de títulos señeros, desde Duración y existencia (1947) a Genio y figura de Sor Juana Inés de la Cruz (1997), pasando por El péndulo y la espiral (1954), Palabra y silencio (1964), Mito y poesía (1964), The nature of man (conjuntamente con Erich Fromm, de 1968), 1970: Ciudades (1970), De ideas y no ideas (1974), Poesía y conocimiento (1979), Entre ídolos y dioses. Tres ensayos sobre Hegel (1980), Ars Brevis, epígrafes y comentarios (1983), El tiempo vivido (1985), Cuatro filósofos y lo sagrado (1986), Memorial de Mascarones y otros ensayos (1995), sin olvidar la fundación y dirección de la revista Diálogos (por espacio de veinte años: 1964 a 1985) ni su difundidísimo texto Introducción a la historia de la filosofía, de 1964, que ha sido reeditado anualmente desde entonces, alcanzando una elevada cifra de ventas (que le reportaron no escasos beneficios), convirtiéndose en un manual de estudio fundamental para todo estudiante en la materia. Además de su obra filosófica, de pensamiento o de crítica literaria, muy estimable es, asimismo, su producción puramente literaria: su obra poética, escrita en su mayoría originariamente en catalán (el idioma de su niñez, la lengua de sus sentimientos primeros), y vertida posteriormente al castellano, y donde se percibe el influjo de los poetas que había leído desde su juventud: Alcover, Joan Maragall, Josep Carnar, Antonio Machado, Rafael Alberti, Federico García Lorca, algo más tarde Jorge Guillén, los franceses: Rimbaud, Verlaine, luego Mallarmé, y los mexicanos González Martínez, Villaurrutia, José Gorostiza y Paz… Destaca aquí su bella recopilación Poesía completa, en edición bilingüe (catalán y castellano) a cargo de Andrés Sánchez Robayna y publicada por el Fondo de Cultura Económica, en el año 2007, y que reúne su obra poética, desde 10 poemes (de 1951) a Indrets del temps (de 1999), además de otros poemas escritos con posterioridad al 2000.

 

Filosofía, poesía y crítica poética abarcan la amplia bibliografía xirauniana, tres rubros que no constituyen, empero, compartimentos estancos sino, antes bien, materias íntimamente interrelacionadas entre sí. De hecho, Ramón Xirau ligó poesía y filosofía por intermedio de la mística, haciendo de la poesía una forma de conocimiento y alcanzando cotas de elevada profundidad y de acendrada belleza.

 

Su prolongada dedicación universitaria e investigadora y su honestidad intelectual le valieron a Ramón Xirau relevantes premios, reconocimientos y galardones, algunos de ellos otorgados por el Gobierno de Francia, el país donde vivió el nacimiento de su adolescencia intelectual (Caballero de las Artes y las Letras, en 1964; Ordre National du Mérite, en 1965; Ordre des Palmes Académiques, en 1975; y la Legión de Honor, en 1990), otros oficiales provenientes de España, su país natal (Caballero de la Gran Cruz de la Orden de Isabel La Católica, en 1979; la Cruz de San Jorge, otorgado por el Gobierno catalán, en 1997; así como la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil, otorgada por el Rey de España, en 2007) y, finalmente, otros por el Gobierno de México, el país que lo adoptó y en el que residió la mayor parte de su vida (como el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en 1995; la Medalla de Oro de Bellas Artes, en 2009, o el Homenaje en el Senado de la República, en 2013, al filo de su noventa cumpleaños), y todo ello sin contar los reconocimientos literarios o puramente académicos: entre ellos, el mencionado Doctorado honoris causa por la Universidad Autónoma de Barcelona (en 1984), el Doctorado honoris causa por la Universidad de las Américas y el Doctorado honoris causa por la UNAM (en 2010), el Premio Internacional Alfonso Reyes (en 1988), el Premio Mazatlán de Literatura (en 1990),  el IX Premio Internacional Octavio Paz, de Poesía y Ensayo, ex aequo con Ida Vitale (en 2009) o la Medalla de Alonso de la Veracruz (2010), además de su designación el 26 de agosto de 1993 como miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, donde ocuparía la Silla XIII (que antes había pertenecido a Enrique González y Martínez y a Martín Luis Guzmán), leyendo su discurso de ingreso el 25 de octubre del año siguiente, que sería contestado por el poeta mexicano Alí Chumacero.

 

Conocí a los Xirau hace unos años. Pretendía hacerle a Don Ramón una entrevista, junto a Raúl García Víquez, para la Revista Matices. Era uno de los últimos exiliados, amigo de muchos de ellos, y me interesaba sobremanera su figura polifacética y su poliédrica personalidad académica e intelectual. Me proporcionó su teléfono el Padre Julián Pablo, otra personalidad fascinante (sacerdote, director de cine, tan cercano a los Xirau, íntimo de Buñuel, de Carlos Fuentes, de Gabo…). En una de mis visitas a la Ciudad de México le llamé directamente a su casa. Hablé con Ana María, amorosa y dulcísima. Me dijo que Ramón estaba delicado de salud pero que le agradaría el encuentro al venir yo de su España natal. Me indicó que quizá en unos días, cuando Ramón se restableciera de una incipiente gripe, podíamos encontrarnos. En un par de días regresaba a España, le dije, pero estaría de vuelta en México dos meses después. Al oír eso, Ana María y Ramón me invitaron para almorzar al día siguiente, antes de mi partida. A los dos minutos de entrar en su casa, la entrevista ya era lo de menos. Lo de más era la proverbial hospitalidad, la generosa amistad del matrimonio Xirau entregados a la primera pregunta. Don Ramón tocó la armónica, me habló de Machado, se interesó por España (¿Cómo está España? ¿Está linda Barcelona? ¿Qué dice Madrid? Me fascina Granada…y Sevilla) y por la situación política en Cataluña (¿Hablan Rajoy y Artur Mas?), mostró fascinación por la fotografía y por los trenes (especialmente por el Ave, el tren de alta velocidad que une Sevilla, Madrid y Barcelona en pocas horas) y me dio recuerdos nominalmente para algunos amigos “y para España entera”. Ahí supe que desde la muerte de su hijo, el matrimonio Xirau llenó de presencia la ausencia irreparable. Todos los fines de semanas invitaban a su casa a un selecto grupo de amigos, lo más granado de la intelectualidad mexicana. De hecho, en su casa conocí al erudito y académico Adolfo Castañón, su compañero de la Academia Mexicana de la Lengua, al sabio arquitecto José Luis Cortés Delgado (en cuya casa festejó Gabo García Márquez su último cumpleaños…) o a la interesantísima y delicada Verónica Volkow -profesora y poeta, bisnieta de Trotsky- que cocinó una riquísima sopa rusa de remolacha llamada Borscht.

 

Con vistas a la entrevista, Ana María y Ramón me hablaron de sus viajes por Europa, de su añoranza de Granada (a la que su tío abuelo Francisco A. de Icaza dedicó los versos célebres: “Dame una limosna, mujer / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada”), de su padre el estimable escritor Xavier de Icaza, de su estancia en Madrid en casa de Soledad Ortega (hija de Ortega y Gasset), de su relación familiar con la Marquesa de Llanzol y con su hija Carmen Díez de Rivera (prima de Ana María), de sus amistades del alma, de sus anécdotas con Octavio Paz, al que acompañaron a Estocolmo, en 1990, para recoger el Nobel, y quien luego del terremoto de 1985 se trasladó a la casa de los Xirau (“No quiero estar en otro sitio que ahí”), para disfrutar de su amistad, de la buena mesa… y de la biblioteca de Ramón. Ana María me mostró su ejemplar de Marcel Duchamp o el castillo de la pureza, dedicado: “A Ramón Xirau, lúcido y generoso, con reconocimiento (intelectual, afectivo, espiritual) y con amistad, Octavio” y las decenas de fotos con Paz, el Gabo, Rulfo o Carlos Fuentes que adornan la biblioteca.

 

La última vez que visité a los Xirau, Ramón pidió un libro. Parecía más lúcido que otras veces, en las que la desmemoria y el cansancio le mantenían entre expectante y ausente. Y leyó. Leyó un poema en catalán, paladeando las sílabas con un rictus de seriedad y de melancolía. A su término, me mostró la dedicatoria manuscrita que él mismo había escrito a su mujer en ese ejemplar. Decía así: “Para mi peque estos versos que mucho tienen que ver con nuestra vida [46, 47 años, si cuento bien]. Con el mismo cariño con que vi a la muchacha de amarillo, Ramón. Enero-96”. Me ofreció fotografiar la página y añadió, en baja voz, como para adentro: “Si sirve, para la entrevista”. Habían pasado ya otros veinte años de compañía inseparable junto a Ana María, la muchacha de amarillo. Como su padre antes, Ramón no vivió en México entre paréntesis. Ana María lo hizo mexicano (se nacionalizó en 1955) y aquí echó sus raíces y aquí reposarán a partir de ahora sus restos confundiéndose con la tierra mexicana. No olvidó a su tierra natal pero fue la voz del exilio, la conciencia de los transterrados. El Rey Felipe, en su visita a México, mencionó solo a Ramón Xirau en su discurso y a él se acercó a darle un último abrazo de despedida. “Hombre-puente” le llamó Octavio Paz, y lo fue entre España y México, entre la Poesía y la Filosofía, entre el Exilio y la Democracia.

 

Hoy, al recibir la triste noticia de la muerte de Ramón Xirau, he sentido nostalgia y añoranza. He visto recorrer la secuencia de la vida, desde Barcelona a México, de este gran filósofo y hombre bueno en el sentido machadiano: “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. En todas mis visitas a los Xirau en su bellísima y acogedora casa de la Colonia de San Ángel -en el Callejón San Antonio esquina a Galeana, muy cerca del Restaurante San Ángel Inn-, entre otras de arte (inolvidable el bellísimo retrato que Diego Rivera hizo de Ana María Güizo de Icaza) y metros y metros de estanterías repletas de joyas bibliográficas, he gozado de la extraña hospitalidad de este matrimonio encantador, de la generosidad, la jovialidad y la dulzura de Ana María Icaza, de la inteligencia, la maestría y el espíritu crítico de Ramón Xirau. A lo largo de los últimos años he podido comprobar el declive físico e intelectual de Ramón, pero también su lucha titánica por mostrar curiosidad e interés, por mantener la atención a la conversación, a pesar de que los años le iban sumiendo en el silencio y la enfermedad iba minando su recia entereza. Esperaba largamente esta noticia desoladora pero el dolor no se ha mitigado. Y a ello se añade el dolor por el dolor de Ana María, a quien imagino ahora en la soledad de su bella morada sin la persona con la que ha compartido más de setenta años, toda una vida. Allí la visitaré, en un par de semanas, en mi tradicional periplo veraniego por México. Esta vez no estará físicamente Ramón, cuya muerte se ha adelantado trágicamente a mi visita de todos los años. Pero la presencia de Ramón Xirau será, si me permiten, más presente que nunca. En su casa -en su salón, entre sus libros, justo a su sillón- recordaremos a este gran filósofo y hombre bueno que, como su padre, quiso fervorosamente “enseñarnos los caminos para evitar el egoísmo, para evitar el nihilismo, para alcanzar la «concordia»”. En ese amor, en esa concordia encontraré a la bella y dulce muchacha de amarillo que hoy habrá trocado -ay- la tonalidad áurea de su vestimenta por el obscuro color del duelo y -bañados en lágrimas- recordaremos a una de las más leales y honestas personas con las que uno puede encontrarse en la vida. Eterna presencia y que la tierra le sea leve, Don Ramón.

[1] Lo ha expuesto, amplia y sugerentemente, en época reciente el Profesor francés Jacques Issorel, en su libro Últimos días en Collioure, 1939 y otros ensayos breves sobre Antonio Machado, Colección Los Cuatro Vientos, Editorial Renacimiento, Sevilla, 2016. Presentamos esta obra el 24 de mayo de 2016 en el Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (Cicus), el editor Abelardo Linares y los Profesores José Manuel Camacho, Noel Rivas Bravo y yo mismo. Por mi parte, he glosado el libro y su contenido en un breve ensayo titulado “Collioure, trágico final”, en prensa en esta misma Revista.

[2] En una entrevista a Elena Poniatowska le pregunté expresamente por la acogida de exiliados españoles en México luego de nuestra Guerra Civil y ponderé la generosidad y a la hospitalidad del pueblo mexicano. Doña Elena me precisó: “México, no. El General Lázaro Cárdenas personalmente”. Vid. Miguel Polaino-Orts, “Elena Poniatowska o la ética como norma. Recuerdos de un emotivo encuentro en Chimalistac”, Matices, año 12, núm. 160, México, junio de 2016, pág. 10.

[3] Joaquín Xirau Icaza / Miguel Díaz, Nuestra dependencia fronteriza, Fondo de Cultura Económica, México, 1976, 93 págs. + 26 h. de estados + 2 h.

[4] Joaquín Xirau Icaza, Poemas de …, Presentación de Octavio Paz, Colección Las Dos Orillas, Joaquín Mortiz, México, 1976, 57 págs.

[5] Ramón Xirau, Sentido de la presencia. Ensayos, Editorial Tezontle, México, 1953. Existe reedición, de 1997, del Fondo de Cultura EconómicaImagen del editor .

[6] Ramón Xirau, De la presencia, Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, respuesta de Alí Chumacero, Editorial El Colegio Nacional, 1994.

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